Devota Ortiga, me ha torturado desde que me pario,
he sido lacerado, humillado y esta vez cruelmente destrozado el corazón.
Arribamos al hospital con ampollas en las piernas
de Miguel, causadas por quemaduras de segundo grado, él gritaba de dolor, yo me
golpeaba contra la pared impotentemente por ser un esclavo de la santa inquisición.
Sostenía a Miguel en mis brazos, en tres segundos
enfermeras y doctores lo separaron de mí, pero más doloroso era el despiadado
castigo de Ortiga que me obligó a abandonar a mi amor entre llanto y
sufrimiento.
Con lágrimas en los ojos me marche del hospital, recordando
esa mañana llena de luz, cuando Miguel entró al salón de clases, coronado con
el fulgor de sus cabellos de sol, el cielo en sus ojos y su piel bronceada de
verano.
Soy pianista y mis melodías sonorizaban hacia al látigo
del demonio de la cruz; pero Miguel llegó a darme felicidad; fue mi discípulo,
mi amante, mi arcángel…
Después de algunos meses de impartir notas
musicales a mi alumno, los acordes nos llevaron al confesionario de una amistad
sincera: Miguel a los seis años de edad cayó en las garras de un agresor
sexual, y yo con bochorno en la mirada le confesé que era violado todos los días
por Ortiga y su clero.
No podíamos tapar al sol con un dedo, sabíamos que
adentro de nuestros cuerpos corría un deseo incontrolable, con nuestras manos rozándose
sobre las teclas del piano y con el romanticismo de Myra Hess de testigo, al
finalizar la tonada, Miguel posó el calor de sus labios sobre los míos. Y desde
ese entonces los conciertos musicales que tocábamos eran de pasión.
Y ahora soy un alma triste martirizada por el
pecado, soy solo el monaguillo de Ortiga y sus mandamientos. Ha pasado mucho
tiempo desde que renuncie a sonreír en ese hospital, Ortiga me ordenó a desposar
a la mujer de los ojos virolos, la hija del carnicero, para ser digno de entrar
al paraíso de Dios.
Una noche Miguel se apareció en mi casa, yo
asustado por tantos fantasmas que he visto no lo podía creer, era un ángel desprendiendo
cristales de brillos que ha venido para liberarme del infierno de mi vida.
Yo estupefacto sin poder pronunciar ninguna
palabra, presencie como ese ser refulgente se acercaba a la habitación de
Ortiga empuñando un filo cuchillo.
Ortiga abrió los ojos y exhaló por última vez,
cuando Miguel saltó sobre mi madre envistiéndola, salpicando sangre sobre la
alfombra y las cortinas al compás de Ignacy Jan Paderewski en Manru.
Al terminar la opera del homicidio, Miguel y yo
enterramos a Ortiga en el patio trasero de la casa junto a la santa inquisición.
Yo fui condenado por mi madre sin piedad, y de la
misma forma olvidaría en lo profundo de la tierra sus azotes, sus castigos, su religión…
Tenía cinco años cuando bautice a mi madre como
Ortiga, porque todas las noches de mi desnuda infancia, ella tomaba en sus
manos las matas de ortiga y procedía a enseñarme la inclemencia de Dios: Amarás
a Dios sobre todas las cosas, no tomarás el nombre de Dios en vano, santificarás
las fiestas, honrarás a tu padre y a tu madre, no matarás, no cometerás actor
impuros, no robarás, no darás falso testimonio, no consentirás pensamientos ni
deseos impuros, no codiciarás los bienes ajenos.
Sí, así sonaban los diez flagelos, pero nunca
pude perdonar al verdugo, cuando un día doña Ortiga me encontró en el placentero
acto de amor con Miguel, ella como el juez del crucifijo entró a la habitación sujetando
una olla con agua hirviendo, para lanzar el castigo a los impíos.
Cuando amaneció, después del sepelio de Ortiga,
Miguel y yo vimos la luz, él me rescato del infierno, éramos libres para
amarnos y olvidar las cicatrices…
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